Por el élder D. Todd Christofferson
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
Hoy simplemente me centro en el bien que los hombres pueden hacer en las más elevadas de las responsabilidades masculinas: ser esposo y padre.
Hoy deseo hablar sobre los padres. Los padres son fundamentales en el divino plan de felicidad y deseo alzar mi voz de aliento a todos los que se esfuerzan por cumplir bien con ese llamamiento. Alabar y alentar la paternidad y a los padres no supone avergonzar ni excluir a nadie. Hoy simplemente me centro en el bien que los hombres pueden hacer en las más elevadas de las responsabilidades masculinas: ser esposo y padre.
David Blankenhorn, autor del libro Fatherless America, ha observado: “En la actualidad, la sociedad estadounidense está fundamentalmente dividida y es ambivalente respecto a la noción de la paternidad. Algunos ni siquiera la recuerdan; a otros les ofende. Otros, entre quienes se cuentan algunos eruditos sobre la familia, la desatienden o la desdeñan. Muchos otros no se oponen particularmente a ella, pero tampoco se comprometen con ella. Mucha gente desea que pudiéramos tomar medidas al respecto, pero creen que nuestra sociedad sencillamente ya no puede o no va a hacerlo”1.
Como Iglesia, creemos en los padres. Creemos en el “ideal del hombre que pone a su familia en primer lugar”2. Creemos que “por designio divino, el padre debe presidir la familia con amor y rectitud y es responsable de proveer las cosas necesarias de la vida para su familia y de proporcionarle protección” 3. Creemos que, en sus deberes complementarios, “el padre y la madre, como compañeros iguales, están obligados a ayudarse el uno al otro”4. Creemos que, lejos de “estar de más”, los padres son únicos e irremplazables.
Algunos ven lo bueno de la paternidad en términos sociales, como algo que obliga a los hombres con su progenie, impeliéndolos a ser buenos ciudadanos y a pensar en las necesidades de los demás, complementando “la inversión materna en los hijos con la inversión paterna en los hijos… En resumen, la clave para los hombres es ser padres. La clave para los hijos es tener padres. La clave para la sociedad es crear padres”5. Si bien estas consideraciones son ciertamente verdaderas e importantes, sabemos que la paternidad es mucho más que un constructo social o el producto de la evolución. La función del padre tiene un origen divino que comienza con un Padre en los cielos y, en esta esfera mortal, con el padre Adán.
Nuestro Padre Celestial es la expresión perfecta y divina de la paternidad. Su carácter y atributos incluyen una bondad abundante y un amor perfecto. Su obra y Su gloria son el desarrollo, la felicidad y la vida eterna de Sus hijos6. En este mundo caído los padres no pueden reclamar ser nada comparable a la Majestad de lo Alto, pero al menos se esfuerzan por emularlo y, de hecho, trabajan en Su obra. Se los honra con una confianza extraordinaria y aleccionadora.
A los hombres la paternidad nos expone a nuestras debilidades y necesidad de mejorar. La paternidad requiere sacrificio, pero es una fuente de satisfacción incomparable, aun de gozo. Reitero que nuestro Padre Celestial es el modelo definitivo, que tanto nos amó a nosotros, Sus hijos procreados como espíritus, que nos dio a Su Hijo Unigénito para nuestra salvación y exaltación7. Jesús dijo: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos”8. Los padres manifiestan ese amor conforme pasan su vida día tras día, trabajando para servir y mantener a su familia.
Tal vez lo más esencial de la obra de un padre sea volver el corazón de sus hijos a su Padre Celestial. Si mediante el ejemplo, así como con palabras, un padre es capaz de demostrar qué es la fidelidad a Dios en el diario vivir, ese padre habrá dado a sus hijos la clave de la paz en esta vida y la vida eterna en el mundo venidero9. Un padre que lee las Escrituras a sus hijos y con ellos, los familiariza con la voz del Señor10.
En las Escrituras se hace hincapié en la obligación paterna de enseñar a los hijos:
“Y además, si hay padres que tengan hijos en Sion o en cualquiera de sus estacas organizadas, y no les enseñen a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos, al llegar a la edad de ocho años, el pecado será sobre la cabeza de los padres…
“Y también enseñarán a sus hijos a orar y a andar rectamente delante del Señor”11.
En 1833, el Señor reprendió a los miembros de la Primera Presidencia por haber descuidado el deber de enseñar a sus hijos. A uno de ellos le dijo específicamente: “no has enseñado a tus hijos e hijas la luz y la verdad, conforme a los mandamientos; y aquel inicuo todavía tiene poder sobre ti, y esta es la causa de tu aflicción”12.
Los padres han de enseñar la ley y las obras de Dios de nuevo a cada generación. El salmista declaró:
“Él estableció testimonio en Jacob, y puso ley en Israel, la cual mandó a nuestros padres que la hiciesen saber a sus hijos,
“para que lo sepa la generación venidera, los hijos que nazcan; y los que [luego] se levanten lo cuenten a sus hijos,
“a fin de que pongan en Dios su confianza y no se olviden de las obras de Dios, sino que guarden sus mandamientos”13.
Ciertamente, enseñar el Evangelio es un deber compartido entre los padres y las madres, pero el Señor es claro al decir que espera que sean los padres los que sean responsables de convertirlo en una mayor prioridad. (A propósito, recordemos que las conversaciones informales, trabajar y jugar juntos, y escuchar son elementos de enseñanza importantes). El Señor espera que los padres contribuyan a moldear a sus hijos y los hijos quieren y necesitan un modelo.
Yo mismo fui bendecido con un padre ejemplar. Recuerdo que cuando era niño, tendría yo unos 12 años, mi padre fue candidato al consejo municipal de nuestra relativamente pequeña población. No organizó una campaña electoral extensa; todo lo que recuerdo es que mi padre nos pidió a mis hermanos y a mí que fuéramos de casa en casa a repartir volantes y a instar a la gente a votar por Paul Christofferson. Había algunos adultos a quienes les entregué el volante que comentaron que Paul era un hombre bueno y honrado, y que no tendrían problema alguno en votar por él. Mi joven corazón se hinchó de orgullo por mi padre, lo cual me dio confianza y el deseo de seguir sus pasos. Él no era perfecto —nadie lo es—, pero era íntegro, bueno y un ejemplo al que su hijo podía aspirar.
La disciplina y la corrección forman parte de la enseñanza. Como Pablo enseñó: “Porque el Señor al que ama, disciplina”14. Sin embargo en la disciplina un padre debe ejercer un cuidado especial, no sea que hubiera algo que se acercara al maltrato, lo cual nunca se justifica. Al corregir, la motivación de un padre debe de ser el amor, y su guía el Espíritu Santo:
“Reprendiendo en el momento oportuno con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo; y entonces demostrando mayor amor hacia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo;
“para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte”15.
En el modelo divino, la disciplina no tiene tanto que ver con castigar como con ayudar a un ser querido a recorrer la senda del autodominio.
El Señor ha dicho que “todos los niños tienen el derecho de recibir el sostén de sus padres hasta que sean mayores de edad”16. Mantener a la familia es una actividad consagrada. Proveer para la familia, aunque por lo general requiera pasar tiempo lejos de ella, no es incompatible con la paternidad: es la esencia de ser un buen padre. “El trabajo y la familia son responsabilidades que coinciden en parte”17. Claro, esto no justifica que un hombre descuide a su familia por su carrera, ni el extremo opuesto, que no se esfuerce y se contente con pasar su responsabilidad a otras personas. En palabras del rey Benjamín:
“Ni permitiréis que vuestros hijos anden hambrientos ni desnudos, ni consentiréis que quebranten las leyes de Dios, ni que contiendan y riñan unos con otros…
“Mas les enseñaréis a andar por las vías de la verdad y la seriedad; les enseñaréis a amarse mutuamente y a servirse el uno al otro”18.
Reconocemos la agonía que sufren los hombres que no logran encontrar las maneras ni los medios adecuados para sostener a sus familias. No deben avergonzarse quienes, en un momento dado y a pesar de sus mejores esfuerzos, no puedan cumplir con todos los deberes y las responsabilidades de un padre. “La discapacidad, la muerte u otras circunstancias pueden requerir una adaptación individual. Otros familiares deben brindar apoyo cuando sea necesario”19.
Amar a la madre de sus hijos, y mostrar ese amor, son dos de las mejores cosas que un padre puede hacer por sus hijos, pues reafirman y fortalecen el matrimonio, que es el cimiento de su vida familiar y su seguridad.
Algunos hombres son padres solos, padres sustitutos o padres adoptivos. Muchos de ellos se esfuerzan enormemente y dan lo mejor de sí en una situación a menudo difícil. Honramos a quienes hacen todo lo que es posible hacer con amor, paciencia y sacrificio personal para cubrir las necesidades individuales y familiares. Obsérvese que Dios mismo confió a Su Hijo Unigénito a un padre de acogida. Ciertamente, parte del mérito es para José por el hecho de que, según Jesús se hacía mayor, “crecía en sabiduría, y en estatura y en gracia para con Dios y los hombres”20.
Lamentablemente, debido a la muerte, el abandono o el divorcio, muchos niños no tienen a sus padres viviendo con ellos. Es posible que algunos tengan padres que estén presentes físicamente, pero ausentes emocionalmente o que no reciban atención ni apoyo de ellos. Hacemos un llamado a todos los padres para que lo hagan mejor y sean mejores. Hacemos un llamado a los medios de comunicación y de entretenimiento para que presenten a padres devotos y capaces que verdaderamente aman a sus esposas y que guían a sus hijos con inteligencia en vez de a torpes y a bufones, “o a los que causan problemas”, como se los representa con tanta frecuencia.
A los hijos con una situación familiar problemática les decimos: ustedes no son menos por ello. A veces las dificultades son un indicio de que el Señor confía en ustedes. Él puede ayudarles, directamente y por medio de otros, a lidiar con lo que enfrentan. Ustedes pueden convertirse en la generación, tal vez la primera de su familia, donde los modelos divinos que Dios ha ordenado para las familias cobren verdadera forma y bendigan a todas las generaciones después de ustedes.
A los hombres jóvenes, reconociendo la responsabilidad que tendrán como proveedores y protectores, les decimos que se preparen ahora siendo diligentes en la escuela y planificando sus estudios superiores.
La educación —ya sea en la universidad, una escuela técnica, un programa de aprendizaje u otro similar— es clave para desarrollar las destrezas y habilidades que van a necesitar. Aprovechen las oportunidades de asociarse con personas de todas las edades, incluso niños, y aprendan cómo establecer relaciones sanas y gratificantes. Por lo general, eso implica hablar en persona con ellos y a veces hacer actividades juntos, no solo perfeccionar la destreza para enviar mensajes de texto. Vivan la vida de tal modo que, cuando sean hombres, aporten pureza a su matrimonio y a sus hijos.
A toda la generación futura le decimos: como sea que categoricen a sus padres en la escala de bueno-mejor-excelente —y pronostico que esa clasificación irá en ascenso a medida que se hagan mayores y más sabios—, decidan honrarlos a él y a su madre a través de la vida de ustedes. Recuerden el anhelo profundo de un padre como lo expresó Juan: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad”21. La rectitud de ustedes es el honor más grande que pueda recibir un padre.
A mis hermanos, los padres de esta Iglesia, les digo que sé que desearían ser padres más perfectos. Sé que yo también lo deseo. Aun así, a pesar de nuestras limitaciones, sigamos adelante. Dejemos de lado las nociones exageradas de individualismo y autonomía de la cultura actual y pensemos primero en la felicidad y el bienestar de los demás. Ciertamente, a pesar de nuestras insuficiencias, nuestro Padre Celestial nos magnificará y hará que nuestros esfuerzos sencillos den fruto. Me alienta un relato publicado en la revista Liahona hace algunos años. El autor relata lo siguiente:
“De niño nuestra pequeña familia vivía en un apartamento de un solo dormitorio en la segunda planta; yo dormía en el sofá de la sala…
“Papá, que trabajaba en una fundición de acero, iba cada día al trabajo muy temprano y cada mañana… me arropaba y se detenía un minuto. Medio dormido, me daba cuenta de su presencia, mirándome. Mientras despertaba lentamente, me avergonzaba verlo allí, así que me hacía el dormido… Me di cuenta de que mientras estaba al lado de mi cama, él oraba con toda su atención y energía centradas en mí.
“Cada mañana mi padre oraba por mí. Oraba para que tuviera un buen día, estuviera a salvo y aprendiera y me preparara para el futuro; y puesto que no me vería hasta esa tarde, oraba por los maestros y los amigos que me acompañarían durante el día…
“Al principio no entendía realmente lo que mi padre hacía esas mañanas cuando oraba por mí, pero cuando fui mayor llegué a apreciar su amor e interés por mí y todo lo que yo hacía. Es uno de mis recuerdos favoritos. No fue sino hasta años más tarde, cuando ya me había casado y tenía hijos propios e iba a sus dormitorios a orar por ellos mientras dormían, que comprendí plenamente lo que mi padre sentía por mí”22.
Alma testificó a su hijo:
“He aquí, te digo que [Cristo] es el que ciertamente vendrá… sí, él viene para declarar a su pueblo las gratas nuevas de la salvación.
“Y este fue, hijo mío, el ministerio al cual fuiste llamado, para declarar estas alegres nuevas a este pueblo, a fin de preparar sus mentes; o más bien… a fin de que preparen la mente de sus hijos para oír la palabra en el tiempo de su venida”23.
Tal es el ministerio de los padres hoy en día. Que Dios los bendiga y los haga capaces de lograrlo. En el nombre de Jesucristo. Amén.
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